viernes, 4 de noviembre de 2011

El horror de Dunwich (H.P. Lovecraft, 1928)


Estoy un poco obsesionado con la obra de Lovecraft estos días. Hace ya unas cuantas semanas, durante mi retiro espiritual en la playa, me encontré calzando una mesa esta edición breve pero completa de “El horror de Dunwich”, que no es precisamente un grimorio sino uno de esos cuadernillos Bruño para semi-analfabetos de Alianza 100, que se devoran en un ratín (también lo intenté con uno de Alejo Carpentier que estaba al lado, pero me aburrí un montón), y funcionó como el dichoso Necronomicón en mi cabeza: estoy sumergido de lleno en la búsqueda de respuestas entre las letras de H.P. Soñando con Primigenios, Dioses Arquetípicos, llaves y puertas de plata, bichas gigantescas con tentáculos por bigote, pueblos bajo maleficios, poderosos extraterrestres anteriores a la vida en la Tierra. Ya había leído unas cuantas cosas antes, claro, pero hacía por lo menos 10 años que no me picaba otra vez el gusanillo primordial. “El horror de Dunwich” es húmedo, desagradable e incómodo, como que te salgo moho de las orejas. No hay diálogos, no hay metáforas. Va a toda hostia. Y asistimos al Despertar de los que mantendrán la Batalla Cósmica, por culpa del joven de esa Providence de fantasía, de esa Nueva Inglaterra Profunda acojonante, que se obsesionó igualmente por lecturas prohibidas y ancestrales, por bibliotecas ocultas y conjuros que nunca debieron haber sido pronunciados. Me dispongo, poco a poco, a empaparme de hachepismo. Que Shub-Niggurath nos coja confesados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario