jueves, 25 de agosto de 2011

Moscú-Petushkí (Venedikt Eroféiev, 1968)


Mi ejemplar de esta novela es la versión de Alfaguara de 1992, con una portada pintada por Helena Kriúkova (a la sazón, uno de los dos traductores) que representa a un colorido andrógino trajeado, con la cabeza flotando sobre el cuello inexistente, pimplando vino ante una mesa. Por encima revolotean angelitos y lo que parecen bolas de Navidad. No he encontrado esta portada en la red, y he tenido que elegir la de la versión recién editada por Marbot, con una portada fea y estúpida en la que se reproduce la advertencia original del autor.
Ésta es una novela inusual, absurda y terriblemente poética. Difícil de describir. Eroféiev, empleado del tendido eléctrico (a esto se dedicaba en la vida real mientras escribió "Moscú-Petushkí") lleva toda su vida viviendo en Moscú, pero jamás ha visto el Kremlin. Por más vueltas que da por la ciudad, nunca se ha topado con el Kremlin. Una buena mañana, después de calentarse con la dosis habitual de vodkas surtidas, decide tomar un tren para visitar a su zorra en Petushkí. Por el camino, ideará nuevas recetas de cócteles con vodkas, esencias, perfumes y ungüentos, charlará con los ángeles, con el lector y con transeúntes imaginados. El tren atraviesa las distintas pedanias en su recorrido, desde la estación de Kursk, pasando por Karachárovo, Novoguiréievo, Saltikóvskaia, Oriéjovo-Zúevo, Usad... sin detenerse nunca en Ésino, y desembocando en un delirium tremens del tamaño de la Plaza Roja. Eroféiev discute afablemente con los demás usuarios del tren a Petushkí sobre lo divino y lo humano, sobre los grandes y los más pequeños y miserables literatos y políticos bolcheviques, sobre las mujeres y sobre las conveniencias sociales. Y sobre todo, se pone como Las Grecas. Elabora recetas de cócteles, gráficas sobre sus estados alterados de conciencia, fantasea sobre volver a nacer y beber desde niño, dejando breves espacios para la mesura y la sobriedad. Un disparate cósmico, un viaje a la locura y la embriaguez sin salir de la estación de Kursk, sin mirar hacia el Kremlin.
Un poema en prosa lisérgico, surreal, "Moscú-Petushkí" es la quintaesencia del samizdat, la literatura soterrada que circulaba bajo mano durante la dictadura comunista. Literatura lisérgica y beoda, sardónica, pero opuesta a una flatulencia de Bukowski; es Eroféiev quien todo el rato reflexiona en palabras de Eroféiev, a través del filtro de toneladas de vodka de todos colores y sabores. Un disparate brillante, hilarante y desconcertante, que acabo de descubrir que tiene una versión audiovisual, con robo-audiocomentarios del autor en sus estertores (que me guardo para un día de estos), y también representaciones teatrales a la altura de las circunstancias.

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