Después de un fin de semana calamitoso y caótico, ayer lunes por la mañana temprano daba vueltas por la casa, lleno de pesar y de nervios. Decidido, y ya traspasado el mediodía, me vestí con mis mejores sandalias y una camiseta y pantalón corto limpios, y me fui al banco, a hablar con uno de esos señores grises que trabajan ahí. Me llevé un libro, pensando que tendría que esperar mucho rato. En las sucursales bancarias me siento extraño, fuera de lugar, como si todo el mundo me mirase. Soy un fraude, mi cuenta corriente es una risa, en descubierto permanente, a menudo siento que nada más llamar al timbrecito para que me permitan el acceso, el director me observa preocupado y con el dedo sobre el botoncito rojo que contacta directamente con los GEOs. Sobreactúo, al intentar comportarme como una persona normal que va al banco a hacer una gestión corriente contra mi voluntad (consciente de sus abusos, y de que gran parte de lo podrido que está el mundo es culpa de los responsables de que existan esos lugares de latrocinio y usura institucionalizados), y que no se note que me siento como si entrase en un tribunal donde me van a sentenciar por sodomizar a un equipo de vóleibol de niñas discapacitadas. No sé a qué venía esto... Es que tuve un lunes horroroso, muy doloroso, después de un fin de semana difícil. Los lunes después de estos fines de semana nefastos son como la calma inquietante tras una tormenta, como despertar de un coma maltrecho y entumecido. Y más aún en agosto; el mes de agosto es para mí como una enfermedad corrosiva en la que recaigo todos los años durante 31 días. Hay fiebres, dolores, pesadillas en vigilia, desasosiego constante, una extraña sensación de peligro que aguarda a la vuelta de cada esquina. Sea como fuere, querido diario, ayer tuve que ir al
patíbulo tanatorio banco un rato, y además no para un desagradable chequeo rápido de rutina, sino para hablar con el capo del tinglado y pedirle que me esclavizara y me azotara durante los próximos 18 meses. Sudé, lloriqueé y salí de allí muy enfadado, pero ligeramente aliviado. Después compré comida china, me fui a un bar en el que trabaja una amiga muy maja y que está muy buena, para equilibrar y que la charla con el enemigo no fuese mi única interacción social del día, y me encerré en casa para ya no salir. Tenía la pila de la cocina repleta de cacharros fermentando, y muchos rincones de la casa por limpiar, pero no tenía fuerzas. Pasé el resto del día tirado mirando hacia la tele encendida como Garfield, observando tonterías, docu-realities de cocina, de tatuajes, de viajes.
Por fin, a eso de las once de la noche me descargué y me puse a ver
"Nuestros maravillosos aliados", una de esas comedias fantásticas de los ochenta que tenía borrosa en la memoria, y me reconcilié con el género humano. Es una cinta de aventuras con marcianitos con el sello Spielberg (otra de esas producciones de Spielberg creadas con la intención de prepararnos para el inminente advenimiento de extraterrestres simpáticos, amigables y en son de paz, donde los malos no son los extraterrestres, sino otros humanos), llena de chistes blancos, villanos caricaturescos y picores adolescentes, en la que curiosamente no sale ningún niño; también hay una historia romántica sin beso. Es un Spielberg raro, cojo, al que le faltan spielbergadas. Para ancianos candorosos y soñadores, más que para niños. Tiene escenas de
stop-motion, y una puesta en escena y fotografía increíblemente hermosas. Cuenta la historia de un edificio al borde de la demolición, que resiste como una aldea gala al acoso de un especulador malo malísimo y sus matones, que quieren echar a sus entrañables inquilinos para acometer un Zara, o un espacio de co-working sostenible de diseño post-industrial. Todo el entorno de este edificio de una barriada de Nueva York está siendo derrumbado, pero ese islote ruinoso se resiste y hay que gentrificarlo urgentemente como fuere. Los habitantes son una joven chicana embarazada, un pintor en horas bajas (quienes protagonizarán el affair), una pareja de ancianos (ella con una demencia senil muy simpática) que gestionan la cafetería de abajo, y un ex-boxeador negro muy grandote, adicto a los anuncios de televisión de los ochenta, que solo dice 4 eslóganes publicitarios a lo largo de toda la película. La decoración de los maltrechos apartamentos de la vivienda son preciosos, decadentes y repletos de detalles vintage. El responsable del atrezzo, así como de la animación, es Brad Bird, en uno de sus primeros trabajos, y eso se nota; o tal vez sea al revés, y este es uno de los primeros aprendizajes de Brad Bird, pero en cualquier caso la ambientación y el aspecto de todo es muy hermoso y me hizo olvidar mis propios problemas y mi inminente desahucio (es broma, mi caso no es tan grave aún este año), y pasé una velada muy agradable y emotiva bebiendo Andin's Cristal con mucho hielo y cenando unos repugnantes tallarines al pesto de sobre.
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