lunes, 9 de julio de 2012

La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)

Bajo el Madrid de los Austrias, a la altura de la Plaza del Alamillo, existe una torre subterránea, una verdadera metrópolis habitada por misteriosos morlocks, fraguels chepudos y conspiranoicos, asesinos invisibles ocultos de una sociedad supersticiosa. Lo ignoro todo al respecto del cine negro español, pero siempre había tenido esta vetusta recreación de la novela de Emilio Carrere (esperpéntico cruce castizo entre Poe e Iker Jiménez, a bote pronto) por una rareza necesaria, una rara avis negra como el sobaco de un negro, de esas joyas patrias (como "El cebo" de Ladislao Vajda, me viene a la cabeza; ya digo que he visto muy poco de esto) que no se olvidan. Poderosamente costumbrista y no obstante moderna, inquietante si bien inocua, en mi caso su poder mesmerizante estriba en ese Madrid expresionista maravilloso de hace varias generaciones poblado por serenos y cupleteras pero también por freaks, aparecidos, criptoarqueólogos y petroglifos indescifrables. Heredero inédito de Lang y Murnau y padre soltero del fantástico español (dejo caer que me recordó mucho también, el periplo del protagonista, a "Sombras y niebla" de Allen, una debilidad que tengo), Neville hizo historia con esta golosina, primera de una serie que abre el cine vespertino de verano en el Roxy C.

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