Me he dado cuenta ya en la prórroga de que hoy este blog cumplía tres años. El otro si no me lo hubiese cargado haría cuatro y medio. Debo decir que por el camino, a lo tonto, no sólo he salido gratificado por el feedback con la gente en los momentos en que ha funcionado, sino que me ha salido un curro y todo, a base de escribir en la Red, un curro que de momento mantengo pese a que soy bastante desastre con las fechas y en gran medida con los contenidos, tan personales que sólo los visitaría yo, si no fuese porque los hago yo, y por lo tanto no los visito fuera del horario que me impongo.
Abrirme parcela en Blogger también me sirvió para conocer a quien a día de hoy es mi esposa y madre de mis tres churumbeles, así que no puedo negar que algo de provecho le he sacado a la experiencia. Además, este blog me puso en contacto con el actual Dalai Lama, que me regaló un pétalo de una flor que sólo crece en la cima del Himalaya que, al menos de momento, me está purificando, tiene mi alma en permanente armonía con la Madre Naturaleza y a mi karma bastante enderezado. El Lamborghini Diablo que me regalaron al obtener el Premio al Mejor Blog del Mundo en la categoría de Ciencia y Nuevas Tecnologías 2006 también me hizo mucha ilusión.
Sandeces aparte, lo que quería contar ahora en realidad es un sueño que tuve anoche. Una pesadilla extrañísima que me despertó, entre sudores fríos y todo eso que se dice, en mitad de la noche. A ver si me sé explicar.
Resulta que pasado mañana cumplo treinta años, y mi sueño fue como una especie de vista atrás, el remedo de una terapia de hipnosis regresiva, una recapitulación inconsciente asombrosa que me llevó a retrotraerme a mi más tierna infancia, a mis 5 primeros años de vida; a una época en la que, aunque parezca mentira, no había vuelto a pensar nunca jamás en toda mi vida, por triste que parezca. ¡En 30 años!
En mi sueño volvía al barrio que me vio nacer. Volvía a ver con absoluta nitidez los edificios de la barriada que recorría entonces desde el carricoche o a lomos de mi padre. El parque en el que jugaba. El puesto de las chuches. Mis amigos de la infancia. A mis difuntas abuelas dando por hecho que yo era un niño monísimo y con un esperanzador futuro por delante. También salía un viejo vecino también fallecido, en quien tampoco había vuelto a pensar desde 1983. Aunque todo era irreal, como de atrezzo de los Teletubbies, muy diferente de como lo recuerdo en vigilia.
En mi sueño las casas curiosamente no tenían esquinas, ni por dentro ni por fuera; todo tenía formas redondeadas y voluptuosas. La decoración era muy naïf y muy infantil: colores chillones, módulos IKEAnos, accesorios de kindergarten por todas partes. Las habitaciones eran enormes, y cruzar hasta la otra acera de las calles me llevaba mucho rato, como en el Frogger... Y es porque yo era un bebé. Se me aparecieron centenares de personas, objetos y lugares que tenía absolutamente olvidados.
Yo di mis primeros pasos, a juzgar por este horrible sueño, en una especie de escenario pop de dimensiones gigantescas, y como diseñado por Agatha Ruiz de la Polla, repleto de túneles blancos con tejaditos rojo chillón, al borde del mar, en el que habitaban docenas de personas en las que no había vuelto a pensar hasta ahora, en los días previos a mi treinta cumpleaños. Gente ya fallecida o sencillamente caída en el recíproco olvido. Y a los cinco años, según el argumento de este sueño, mi familia y yo nos trasladamos a vivir al piso de siempre, en el que mis padres siguen viviendo, y del que yo me marché con 23 años. En esta nueva residencia, en sus vecinos, en sus lugares y en la niñez y adolescencia que allí transcurrió sí que he vuelto a pensar montones de veces, y todavía voy de vez en cuando y les vuelvo a ver a casi todos, y forma parte de mi pasado inmediato, y en buena medida de mi presente. Pero aquella especie de parque de atracciones para bebés (os lo juro, todo era colorista, había juguetes por todas partes, toboganes, piruletas, cometas, televisiones en color emitiendo cosas guays) en la que aprendí a controlar esfínteres, la había olvidado por completo, de forma injusta y cruel. Y había tenido que venir ahora Morfeo a llevarme de la mano y abrirme los ojos a esos cinco primeros años de mi vida apartados de mi mente, en los cuales dejé tantas cosas atrás, y que pudieron haber guiado mis pasos en una dirección completamente diferente.
Me desperté, como decía antes, asfixiado, angustiado y muy triste. ¿Cómo era posible que mi cerebro hubiese bloqueado los primeros años de mi infancia, a la orilla del mar, en el País de la Piruleta? ¿Cómo podía yo ser tan desalmado que nunca antes, en los últimos 25 años, había sentido el impulso de echar la vista atrás y volver a aquel escenario, a ver qué tal estaban mis amigos, mis juguetes, mis fetiches, mis raíces?
Me incorporé y me senté en la cama, sudando como un gorrino y con la sensación de haber asistido a una revelación, de haber desbloqueado una etapa de mi infancia que por algún motivo había expulsado de mis recuerdos. ¡Qué mal me sentía! ¡Qué infeliz era, de pronto! ¡25 años malgastados, alejado de aquel paraíso pop en el que era tan feliz! ¡Renegando de todo aquello, de todo lo que pude ser y no fui, todo lo que dejé atrás antes de la mudanza familiar a los cinco años...!
Tardé sólo unos segundos en espabilarme, volver al presente y ponerme a pensar seriamente, y caí en la cuenta de que yo nací y pasé los 23 primeros años de mi vida en el mismo sitio. Que sólo había sido una pesadilla surrealista. Que toda esa historia de mis raíces a la orilla del mar habían sido fruto de mi imaginación inconsciente, y que no tenía nada que corregir ni que remover. Pero de verdad que me sentí fatal, fue una cosa horripilante, muy difícil de describir. Mi sueño pareció durar cinco años, y en él visité un potpurrí de lugares mezcla de realidad y ficción, mezcla de fantasía y remodelación urbana, que me dejó traspuesto.
Tiene que ser triste abandonar el nido y dejarlo todo atrás, y de pronto que te venga todo a la memoria, treinta años después. Como en una peli de Garci pero con payasitos y toboganes. Pero qué cojones, lo siento por quien corresponda, pero no es mi caso. Yo no viví esa frustración, todo había sido producto de una pesadilla. Pero la sensación sí me sobrevino todo el tiempo que duró el sueño, y la sensación es de profunda despesperación. De hecho creo que anduve un rato removiéndome en la cama y profiriendo voces, porque me despertó el gato asustado, dándome coces como si estuviera apagando un fuego. Fue una cosa muy extraña, y me ha tenido todo el día más tonto de lo normal.
Un elemento muy curioso del sueño es que en él aparecía, como mi mejor amigo de la infancia, un chaval que conocí y se quedó en mi vida entre mis 16 y 22 años más o menos (hace todo este tiempo que no le veo) que tenía una discapacidad mental que nunca supe cómo se llama, una especie de autismo muy desarrollado que le llevaba a estar todo el tiempo inmerso en una realidad paralela donde convivían apenas tres o cuatro elementos, de los que hablaba todo el rato. Hablaba mucho, no era un tío retraído ni solitario (aunque se podía pasar horas y horas sentado, con las piernas dolorosamente contraídas sobre la panza, mirando al infinito, pensando quién sabe en qué), pero era imposible tener una conversación coherente con él. Lo que era delicioso era seguirle la corriente y pasarse las horas muertas repitiendo diálogos de "Toy Story" ("Eres un hombrecillo triste y extraño, me das lástima, ¡hasta la vista!") o "Loca academia de policía" ("¡Están rodeados! ¡Salgan con las manos en alto!", "Cadete Majoni, cadete Majoni, teniente Jarriiiiis...!") adivinando marcas de coches o simplemente escuchando sus planes de futuro, propios de una persona sin discapacidad (con su vida perfecta en la Moraleja, lavando el cochazo y paseando a su esposa rubia platino, modelo de lencería), que ambos sabíamos que nunca tendría lugar. No sé por qué, ése gran tipo, al que conocí muchos años después, era mi mejor amigo en el sueño, y todo lo que nos rodeaba parecía efectivamente diseñado de una forma absurda pero maravillosa, como sólo una mente brillante y fuera de lo común como la suya podría hacerlo. Y todo encajaba: yo me fui de allí unos años después, y empezó mi vida tal y como alcanzo a recordar, y aquellos años habían quedado desterrados de mi mente. Era una injusticia, era terriblemente doloroso darme cuenta tantos años después de lo que pude haber sido si me hubiese quedado en aquella ciudad de juguete, con curvas, túneles y gallifantes.
Qué alivio ser de nuevo consciente de que mis últimos treinta años han transcurrido en Madrid, lejos de esa especie de Fábrica de Chocolate mental. Pero qué mierda también, ¿no?
Me desperté dispuesto a vestirme e ir corriendo a reencontrarme con mi infancia, pero no, había sido sólo un sueño. Me tuve que ir a pagar la factura del alquiler y luego a la farmacia a por lo de la próstata.
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