Martin apenas alcanzaba a ver a Leonor, desde donde se encontraba yacente, estirando el cuello. El teléfono estaba en el recibidor contiguo por el que había entrado apenas cinco minutos antes, lo suficientemente lejos para no escuchar ni una sola palabra de la conversación. Estirándose y estirándose para saciar su curiosidad, se topó con su propia imagen reflejada en el acristalado de Bohemia de una recia puerta: tumbado con los pantalones en las rodillas, encorvado hasta casi hacer el pino-puente sobre el diván, con aspecto de haber pasado seis semanas en un lodazal y con una ridícula erección que pareciera la brizna de una txapela. Espantado de su propio aspecto, se incorporó de un salto sobre el diván, y se entretuvo canturreando y echando un vistazo a la estancia mientras se magreaba con estilo para que la fiesta no decayera.
Por su mente desfilaban las molestas y recurrentes escenas de sus pesadillas recientes. Mucha sangre, gritos y esas cosas. El techo de la sala parecía haberlo pintado un crío con un Tipp-Ex, y sin embargo estaba adornado con la lámpara de araña más grande que hubiera visto en su vida. Tal como le dijeron, esta mujer a la que se estaba follando se supone que le iba a proporcionar una maletín repleto de billetes, una Beretta Neos y probablemente una fructífera relación laboral. La cosa no podía ir mejor. Quizá estaba tentando demasiado la suerte dejándose llevar por sus instintos sin haber llegado a ningún acuerdo con ella... Creo que estoy dispuesto a correr ese riesgo, pensó notando de nuevo el cosquilleo del miembro entre sus dedos, que ya era otra vez blando y escuchimizado, y es que Leonor hacía ya por lo menos quince minutos que había dejado de acariciárselo con la epiglotis. En una mesita de ébano junto al diván había un cenicero de mármol, un pequeño poto en un tiesto de plástico y un periódico. Era del día. «El misterio rodea a la figura del Caníbal Nocturno». El titular de portada se refería a ese chiflado que la noche anterior mató y destripó a su tercera víctima en dos semanas. Al parecer, el muy degenerado se comía partes del cuerpo de sus víctimas, todas chicas con dinero y familiares de gente importante de la ciudad. Fue directo a las páginas finales, y ojeó un poco la programación, el horóscopo y el chiste de Garfield (Odie babea y Garfield se congratula de no ser un perro sin seso) antes de volver a dejar el periódico más o menos en la misma posición que estaba.
En esa sala, a su izquierda, había una pared de cristal repleta de peces de colores. Una pecera que llegaba hasta el techo, y que separaba el espacio que ocupaba el juego de sillones de otra pequeña estancia, una especie de quirófano con una camilla, utensilios médicos, y una papelera que parecía salpicada abundantemente de sangre. Martin se revolvió un poco en el asiento con el rostro compungido, en parte por esa desasosegante visión, en parte por el café con regusto a tallarines y en parte porque la zorra pelirroja no daba señales de vida. Instintivamente, Martin empezó a colocarse los gayumbos y a subirse los pantalones, y de un saltito comenzó a dar vueltas por la sala, por fin tan nervioso como la situación requería. En una esquina había un ordenador, y una puerta cerrada daba paso al resto del apartamento. Las persianas de las enormes ventanas estaban bajadas del todo.
- ¿Leo? ¿Leonor? ¿Dónde te has metido, leona mía? ¡Ven y dame caza...!
Martin se rió en voz alta, preguntándose por qué nadie estaba delante cuando se le ocurrían esos juegos de palabras tan chisposos. Se acercó al recibidor, pensando en cómo debería agarrar a la nueva mujer de sus sueños y empujarla otra vez a su lecho de amor: si aferrándola cariñosamente por la cintura o dándola un sustito apretando sus hombros con delicadeza antes de arrastrarla de nuevo a la faena... Pero al llegar al hall, no había ni rastro de la despampanante mujer. El teléfono estaba descolgado, y nadie respondía al otro lado del hilo. La puerta de salida estaba cerrada por dentro. Demasiado misterioso para un jueves después de comer. Son casi las seis y he quedado, yo me largo de aquí pero ya..., pensó en voz alta, corriendo de nuevo hacia el diván para recoger el resto de sus cosas y salir por piernas. Le dio tiempo a dar tres zancadas; súbitamente sintió un movimiento a su espalda. Un golpe seco, un dolor intenso y cegador, una sensación de frío en la punta de la coronilla, miles de miodesopsias flotando como locas ante sus ojos, y a continuación la nada brillante, antes de caer desplomado al suelo.
Cuando era pequeñito mi papi me llevaba a la feria casi todas las semanas. Lejos del pueblo, en la montaña. Yo sabía que papá quería ir allí porque tenía un lío con una contorsionista muy joven, pero a mí me daba lo mismo, porque volvía a casa con bolsas enormes de piruletas y chufas. Papá nunca me dejaba montar en la montaña rusa, pero una tarde me colé, haciendo bulto entre un grupo de chinos muy bajitos. Al principio es muy lento, como un desfile de carrozas, una larga recta y luego una cuesta arriba aburridísimas. Pero la cosa de repente se aceleró, y no he pasado tanto miedo en mi vida. En cuanto el trenecito hubo dado el primer aspaviento en una curva cerrada, el estómago se hizo un nudo marinero y me vino toda la merienda a la punta de la lengua, y empecé a vomitar a los que tenía delante, a todas las filas que tenía delante, una catarata de pota verde, azul y rosa. Sentí tanto miedo, que me hice caca encima, papá. Eso nunca te lo conté, no quise estropearte tu cita con esa contorsionista puta...
Cuando Martin despierta tiene la pechera desnuda cubierta de vómito, y emana un olor que indica que el esfínter se ha aflojado sin su permiso. Cuando lleva dos minutos con los ojos abiertos empieza a reconocer formas del mundo real. A su derecha hay una pecera gigantesca, del suelo al techo, con extraños y enormes peces de color naranja fluorescente, con la cabeza enorme y ojos rojos, que nadan a una velocidad fuera de lo normal, como locos, histéricos, arremetiendo contra todo lo que se encuentran. El fondo de la pecera es rojizo. Hay restos de sangre y de tejidos, y un trozo de oreja flota a media altura. A su izquierda hay un tipo con una bata blanca que aparenta unos doscientos años. Encorvado y arrugado como si estuviese hecho de cera derretida. Tiene en la mano una jeringuilla de dos palmos llena de un líquido naranja fluorescente. La pelirroja con tetas como zepelines que le abraza por la cintura, y cuya cara le es ligeramente familiar, sonríe con suficiencia y mala leche, como si acabara de conquistar un país. Una erección instantánea florece. Parece que el miembro de Martin piensa por sí mismo, o quizá es que no ha visto a los dos simiescos cachalotes con forma humana que flanquean a la extraña pareja: dos tipos rubios idénticos con el pelo cortado a cepillo, con gafas de sol cuadradas y la misma bata blanca, y que a juzgar por su aspecto no hacen otra cosa en la vida más que flexiones, o quizá reducir a polvitos de talco los cráneos ajenos.
El resto de la sala es blanco impoluto, a excepción de una papelera negra en una esquina repleta de órganos humanos, y un logotipo en un lado de la pared, un símbolo que recientemente ha visto en algún sitio, aunque no consigue recordar dónde... No consigue recordar nada con exactitud, realmente. En un primer vistazo para Martin no hay nada más. Pero poco a poco empieza a tomar conciencia de sí mismo, a darse cuenta de que también está en la sala...
–Disssgulpen... he guedado gon una chiga. A lasss ss sss sseis. Si no lesss imborta... me sueltenn nn...–. Acierta a balbucear, con una tonta sonrisa, haciendo esfuerzos en vano para que la habitación deje de dar vueltas. Está confuso, la boca pastosa, lento de reflejos. Le han drogado, sin duda. Se pregunta en un momento de lucidez cuánto tiempo llevará allí. Esto no es lo que le habían prometido. –¿Qué bassa con el dd dinero? ¿Nuestrosss ss negocioss? ¿Eeeiih?
–Cállate, Martin, tú tienes otra cita esta noche. Ya recurriremos a Sara cuando le llegue el momento Y este es el “negocio” para el que te hemos vuelto a reclamar, ¿qué esperabas?–, contesta el viejo, con una voz que parece la de un ratón herido sonando a través de una tubería oxidada en mitad de un descampado a las afueras de un barrio pobre. Sus tres acompañantes le corean con risas. Martin se encuentra atado de pies y manos a una camilla, con un profundo dolor de cabeza, y terribles punzadas a un costado de la cara. El dolor no dura mucho. El cara de pasa se acerca muy despacio, a cámara lenta, y sin dejar de moverse acorde con el resto de la sala y del mundo, le introduce la punta de la jeringuilla en el brazo derecho y aprieta el émbolo. Martin contempla horrorizado cómo el líquido brilla dentro de su piel durante un instante, recorriendo y pintando todas sus venas rápidamente, como si fuesen pequeños tubos de neón. Ahora vuelve a tener hambre. Otra vez esa rabia, ese ruido insoportable...
Notas: Esto ha sido mi aportación a este relato colectivo y cooperativo en cadena.
La siguiente persona (supongo) que continuará el relato es El Fantasma de la Máquina.
La lista de participación no está cerrada, y qué bonito sería si no se cerrara nunca. Podéis participar avisando a El Inadaptado. Toda la información está en su blog, y las reglas concretamente en este post.
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