Hoy he tenido el día libre. En realidad, tengo casi todos los días libres; bueno, según se mire.. tengo una serie de obligaciones que algunas semanas me ocupan montones de horas apelotonadas unas con otras, y no tengo tiempo para mí, y entonces anhelo tener días como éste, pero mi condición actual de (casi-)cuarentón prejubilado, sin salario pero sin pensión ni ayuda económica alguna ni nada de nada, hace que en cuanto tengo un día libre sin traer dinero a casa, me agobie muchísimo y no pare de pensar que no voy a juntar para las facturas. Así ando. Como sea, no ha sido un día que haya disfrutado demasiado. Estoy malo, y es una mierda estar malo. Escribo esto estornudando a cada rato [jesús], envuelto en una manta. He salido a dar un paseo hacia [jesús] Atocha, a hacer cuentas de los fanzines en una librería, y así traer algo de dinero a casa, pero me he resfriado más aún. Cruzando la Gran Vía venía gente en manga corta en mi dirección, y yo tenía la sensación de estar atravesando los bosques del Yukón con una piel de oso, cegado por la ventisca, a la búsqueda de un refugio. Me han asaltado un montón de recuerdos raros durante el paseo. Me estaba acordando, por ejemplo, de un señor que vivía en mi edificio cuando era pequeño, creo que se llamaba Rubén, no estoy seguro ahora mismo; pongamos que era Rubén. Tenía un nombre de chico joven, pero era un señor bastante mayor, aunque no anciano, calvo, fornido, con la nariz prominente y la piel curtida, que caminaba encorvado y decía frases hechas con voz de monstruo [achúss]. No le estoy describiendo bien, para nada, es que estoy malo... Era un señor viejito y calvo, pero que de tanto currar (era fontanero, creo) estaba hecho un toro, y de hecho cada vez que nos veía a mi hermano y a mí o a los otros niños del bloque nos daba una hostia cariñosa en la espalda que casi nos tiraba al suelo de bruces. Y muchas veces, desde muy pequeños, nos decía, a nosotros y a nuestros padres, que nos pasáramos por su casa una tarde, que nos iba a dar unos caramelos. Aquel señor, Rubén, no, Valentín creo que era (¿o era Salvador?), vivía en la misma escalera que nosotros en casa, pero nosotros en el segundo y él en el último piso, el décimo. Como en una esquina aislada y lejana, como en un rincón de un torreón medieval misterioso, o así me lo imaginaba yo. Su apartamento era una réplica exacta del nuestro; pero mientras que nosotros éramos 5 personas conviviendo, o 7 en Navidad cuando venían las abuelas, él vivía solo. Efectivamente, finalmente subimos a su casa una vez. Y tengo un recuerdo muy marcado de la casa de aquel hombre. O mejor dicho, de su salón, porque no pasamos de allí, pero eso, que una de esas veces que nos decía en el portal que fuésemos a verle a casa, al final subimos. Debía ser un sábado por la tarde, porque el hombre (¿Sergio? ¿María Luisa? [Aaaachús]) estaba en mitad de su enorme sofá familiar en calzones, casi a oscuras, mirando el partido de fútbol. Aunque delante de nuestros padres siempre era simpatiquísimo, y sonreía de oreja a oreja, cuando fuimos a verle y le interrumpimos la tele y la cerveza no se volvió precisamente loco, pero sí que nos dijo que pasáramos un poco, y nos ofreció unas cocacolas y unas chuches. O no sé qué. O creo que directamente nos echó de allí a voces, en realidad era un tío amargado y solitario tipo Moe, que solo saludaba a los niños delante de sus padres, pero cuando nos pillaba a solas haciendo el gamberro por las escaleras nos insultaba a voces. Y otras veces de pronto nos regalaba una bandera gigante del Real Madrid o nos daba unos chicles, cuando íbamos con nuestros padres. No sé por qué me he acordado muchas veces de aquella escena, de ese señor mayor que vivía solo en un enorme piso familiar, mirando la tele a oscuras en gayumbos. Algo se despertó en mi interior aquel día, y aquel tipo se convirtió en mi héroe. Supe en ese instante que yo quería vivir solo, y ver en la tele lo que me diera la gana, en calzoncillos, quedarme en casa los sábados por la tarde casi a oscuras. Con los años, Diego, digo Antonio, falleció, y una vez me aclaró mi padre que no era soltero, sino que había enviudado hacía algunos años. Y que también tuvo hijos, pero que se fueron hacía mucho. Pero en mi recuerdo, siempre será el ideal del solterón solitario que, por decisión propia, decide pasar de todo y vivir en el piso más alto y aislado del edificio, viendo la tele en penumbra. Realmente me he convertido en ese señor, aunque tenga 30 años menos, y llevo 17 años ya siendo ese señor. Me ha venido a la cabeza, porque estaba leyendo un relato de Stephen King, que suele tirar de ese tipo de arquetipos, viudos solitarios que tienen una rutina muy televisiva y huraña. Y porque estaba deseando llegar a casa y envolverme en el sofá para ver la tele. El fútbol, o el béisbol como miraba el protagonista del cuento de King, me da muchísimo asco, pero me voy a poner ahora a ver alguna película o algún episodio de una vieja serie, ahí en mi lugar feliz. Estoy exagerando un poco, porque he tenido un mal día y porque estoy febril. De hecho, también me he acordado ahora, según venía, de un hilo del Focoforo donde escribía hace algunos años muy a menudo, que se titulaba "Por favor, postée aquí borracho o drogado", en el que contaba muchas cosas personales cuando llegaba de trabajar a las tantas de la madrugada totalmente mamado, y donde también me daba por escribir cuando estaba enfermo, porque estar enfermo también es un estado alterado de conciencia, y eso es lo que me está pasando ahora, que estoy desvariando. He pasado por un montón de tiendas del centro, mirando escaparates, paseando despacito, destemplado, con las manos en el bolsillo y tiritando. Notando cómo me sube la fiebre por los brazos y las piernas. Tengo que hacer cosas en realidad, pero no tengo fuerzas, es horrible estar malo cuando uno no tiene edad ya para que le cuide su madre, le meta en la cama y le traiga manzanillas. He llamado a mi madre para decirle que estaba malo, necesitaba ser reconfortado, dar penita, llorar, pero ella solo quería saber si encuentro trabajo, claro. Le he dicho que no se preocupe, que aún no. Mi madre me regaló el pasado 1 de enero un iPad. Fue mi gran regalo de Navidad y Año Nuevo. Vino un poco envenenado, porque la pantalla táctil estaba hecha un cisco y al final me he gastado 70 euros en arreglarla, pero no es mal precio por un iPad. Lo utilizo bastante, he recuperado mi sana costumbre de leer tebeos de Spiderman por las noches antes de dormir, repaso ahí el correo y las noticias, y sobre todo paso muchas horas muertas con el jueguecito de los Simpson, el de darle con el dedo en la pantalla como un subnormal todo el rato. Es la cosa más estúpida que me ha pasado en la vida, engancharme a estas alturas a un juego
freemium de estos, pero es que son los Simpson... Es exactamente la misma mierda que la granja virtual ésa del Facebook, o que estar enganchado al Candy Crush como un infraser o un cani, pero son mis Simpson, me entretiene y así el tiempo pasa más rápido. Y al fin y al cabo, hace mucho que el mundo se fue a la mierda para mí, he perdido toda esperanza [achís, jesús], y pasarme el resto de mis días encerrado en este ático tenebroso en calzones perdiendo el tiempo con una pantalla era mi sueño de infancia, y lo he logrado. Soy mi héroe. No le pido nada más a la vida. En este momento llevo 83.324 minutos jugando a este juego, y voy por el nivel 52. Me siento tan imbécil como una vicepresidenta del Congreso, pero es mi secreto, no hago daño a nadie, no es como si invitase a mi casa a niños para darles caramelos y poseer sus cerebros para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario