Estoy terminando de leer una de las novelas más bonitas con las que me he cruzado en mucho tiempo. Conste que me la encontré de segunda mano en la tienda de papel al peso del mercado de San Fernando el otro día, que me leí las primeras doscientas páginas de una sentada, y conste que aún no la he terminado, me queda un pellizco, probablemente mañana en la expedición en la EMT la ventile. Pero llevo un par de semanas loco por recomendarla a voces a quien se encuentre con este texto, si eso sucede alguna vez, o como mínimo rememorarla, relamerme.
Lethem me sonaba ligeramente, uno de esos nuevos pesos pesados que pujan por pasar a la historia entre la generación de babyboomers que copan el mercado de la Nueva Ficción Americana. También me sonaba que había escrito algún tebeo para la Marvel transmedia de Quesada. Lo pillé, básicamente, porque rara vez me han decepcionado las novelas naranja butano de la colección 21. Una vez en faena, mi cauta curiosidad se fue transformando progresivamente en asombro, en placer, en regocijo absoluto. Lethem se ha colocado muy cerca de Michael Chabon, Nick Hornby o Douglas Coupland en mi colección de motivos de culto contemporáneo personal. Y por ahí van los tiros: "La fortaleza de la soledad" es una obra maestra que sintoniza de maravilla, y le hace sombra (también en volumen), a "Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay". Una epopeya deliciosa, extraordinaria, escrita por un fan para todo el fandom entusiasta de la cultura pop norteamericana. Uno de esos libros que los abres y te golpea en la cara una brisa de sana e inteligente melancolía que te abraza y te transporta a ese lugar feliz, ese estado mental en el que nos envolvemos los aficionados a los viejos tebeos de superhéroes, las novelas baratas de bolsillo, la entrañable ciencia-ficción de los cincuenta, los discos de vinilo crujiente, los templos de la Cultura: nuestra propia fortaleza de la soledad.
La Fortaleza de la Soledad es el lugar en el que Supermán se escondía de vez en cuando, para reflexionar y descansar de su constante actividad física y mental como guardaespaldas del planeta Tierra. En la novela, en principio, es la habitación donde pasa casi todo el tiempo el padre del protagonista, ilustrador de portadas de novelas pulp y orfebre de la animación artesanal (con pincelito sobre rollo de filmina). Dicho protagonista se llama Dylan (como Bob), y es un chico blanco creciendo en un barrio negro de Brooklyn a comienzos de los años 70. Su mejor amigo es un chico negro, llamado Mingus (como Charles) que tiene mucho flow y no para de meterse en líos. A lo largo de la novela vamos a asistir a toda la adolescencia del chico, desde el momento en que su madre le abandona y se transforma en una tortuga hippie viajera que le envía poemas como si fuese su tío Matt; le veremos crecer en el gueto, asistiremos a docenas de encuentros con níguers que le achantan el dinero de los tebeos, su iniación en la supervivencia urbana, en el mundo de la literatura pop, el de la droga, el del grafiti, el de la decepción y la misantropía, el de las tiendas de discos y el de las niñas.
El narrador salta de la tercera a la segunda persona en la primera parte con mucho salero, dirigiéndose a veces a Dylan y a la vez a nosotros; y la segunda mitad de la historia está escrita en primera persona, confirmando definitivamente la autobiografía ficcionada. La prosa de Lethem es tremendamente amena, florida y hermosa. E instructiva, plagada de referencias: al tiempo que vemos evolucionar a Dylan, Mingus y sus amigos, presenciamos dos décadas y pico de historia norteamericana. Es una novela sobre crecimiento personal de niño a hombre, de la school al high school y de ahí a la universidad y la vida laboral; pero también es un viaje del soul al disco, del jazz al hip-hop, de Kirby a Romita Jr., de Pat Ewing a Shaquille O'Neal, de lo beatnik a lo hipster, de la Nueva York salvaje de Lumet o Scorsese a la ciudad gentrificada y domesticada post-Giuliani. Desde la llegada del hombre a la Luna hasta su regreso a la Tierra de un tortazo.
La novela entrecruza ficción y realidad a varios niveles. Encontramos ecos de la biografía de Marvin Gaye en el padre de Mingus, y de Ray Bradbury en el de Dylan. Visitamos remedos del Studio 54, el CBGB's, las calles de Sedgwick donde nació el hip-hop, el metro de "Pelham 1, 2, 3", el asfalto de alcantarillas humeantes de "Taxi driver". Y al mismo tiempo, entre las historias cotidianas nos parece ver de pronto por el rabillo del ojo una silueta saltando de un edificio a otro, envuelto en una capa.
En la segunda mitad del libro (en realidad, la tercera, después de la reseña central del disco antológico de los Subtle Distinctions), Dylan reflexiona ya sobre su vida como crítico musical mujeriego, y el asunto se diluye un poco entre disgresiones semi-ensayísticas y discusiones de alcoba, y ahí es donde me he quedado, a falta de una horita de lectura. Sigue siendo una lectura extraordinaria, y es aquí cuando colisiona con "Alta fidelidad". Sigo entusiasmado y con muchas ganas de saber qué pasa con Rachel, con Aeromán, con Arthur Long, con Robert Woolfolk y con el triángulo verde flotante de la película abstracta artesanal de Abraham; pero es que mi interés hacia el mundo de los adultos es mucho más limitado, sobre todo después de tan delicioso viaje iniciático-postálgico (de postal; mi profunda nostalgia por las vidas pasadas de otros). Me he quedado atrapado con esta historia maravillosa, y me falta tiempo para completar la colección de lethems.
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