sábado, 19 de julio de 2008

Twit #00060

Tengo este blog muy abandonado, y él nunca lo haría, así que he escogido esta noche insomne, tan buena como cualquier otra, para poner algo aquí. Creo que os debo una explicación, y os la ofrezco gustoso.

El motivo por el que he estado tanto tiempo alejado del blog es porque me vi inmerso, casi sin quererlo, en un incesante torrente de actividades, y un agotador viaje. Todo empezó una tarde, que andaba ocioso en casa y me puse a escribir un cuento breve, una historia romántica de despecho. Me salió bastante lírico, así que le puse una melodía y la anduve tarareando en alto, sin darme cuenta, en un descanso que hice para ir a comprar el pan. Con tal fortuna que por el camino me crucé con quien resultó ser el arreglista de la Casa Real Británica, que no pudo evitar escucharme canturrear, mientras ambos esperábamos con nuestras baguetes a que nos despacharan. Saliendo del Opencor me asaltó y me propuso darle forma a mi composición (si bien admitió que era perfecta, creyó que sería interesante alargarla un poco) y, tal vez, registrarla en su estudio de grabación, al sur de Londres.

Tres días más tarde volábamos juntos hacia la pérfida Albión, en un fétido avión. Real, para más señas. Nos sirvieron cócteles frutales y gulash, para más señas aún. Aterrizamos un lunes de madrugada, y el martes ya estábamos grabando. Mi canción tenía al pobre diablo totalmente obsesionado, y se empeñó en presentarme al director de la Orquesta Sinfónica londinense, convencido de que quedaría también prendado de mi creación; y para mi sorpresa, así fue. Al principio pensé que exageraban y que pretendían aprovecharse de mí de alguna manera que no lograba adivinar, pero os aseguro que a aquel señor tan mayor y tan bien vestido le brillaban los ojos de la emoción mientras me decía que era lo más hermoso que había escuchado en toda su vida. Me lo dijo cenando (dos salchichas rojas como una litrona de grandes, con choucrut) en un restaurante-barco pirata que hay amarrado a la orilla del Támesis. El miércoles volvimos a grabar la canción, pero esta vez me flanqueaba en el estudio una orquesta formada por seis violines, un cuarteto de viento, dos impresionantes sets de percusión, un guitarrista ciego y un pequeño coro femenino, que debo añadir, modestia aparte, que se deshacían en elogios hacia mi composición y me sacaron los colores, y todo.

No recuerdo exactamente en qué momento la cosa se fue de las manos, pero el caso es que fui como invitado especial al prestigioso show de Graham Norton, la noche del miércoles (ver video en Youtube). Para la ocasión, ejecutamos mi pieza en directo desde el inmenso plató exterior que tiene el complejo de la BBC. Y dada la repercusión del momento (que ellos mismos le otorgaban, yo os aseguro que seguía perplejo ante tantas atenciones), accedieron gustosos a todas mis sugerencias respecto al acompañamiento instrumental. Todavía algo receloso ante tanto elogio, decidí tantear un poco para ver hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Se me ocurrió entonces defender la idea de que mi pieza sonaría mejor si el cuerpo de violinistas tocaba subido sobre una manada de elefantes pintados con la bandera de Antigua y Barbuda. Sólo bromeaba, tratando de poner en evidencia el montaje del que yo estaba convencido de estar siendo víctima, pero al oír mis palabras el responsable de atrezzo me miró con admiración y comenzó a aplaudir, entusiasmado (pronto todo el equipo se le unió en los aplausos, exultante de gozo). Profiriendo vítores, me abrazó con fuerza, emocionado y tembloroso, asegurándome que era la mejor idea que había escuchado jamás. Incluso despidió, colérico, a dos de sus asalariados, por no habérseme adelantado en la sugerencia. Debo decir que me pareció una decisión desagradable y desorbitada, pero no permitieron que me sintiese culpable en ningún momento. También contrataron al coro de 36 castrati que pedí (trece de ellos castrados para el evento), e incluso me trajeron sin rechistar el órgano de la capilla de Westminster, con la única condición de que lo tocáramos solamente el arreglista de la Casa Real Británica o yo, pero nadie más.

No me extenderé con los detalles de aquel recital; sobre el enorme escenario había casi 250 músicos, bajo una carpa de cuya cúspide nacía un entramado de tubos de titanio que dirigían el sonido, amplificado, limpio y envolvente, hacia todos los flancos. Tal y como yo había expuesto, tal y como mi canción fue fecundada por primera vez en mi cabeza, cuando aún apenas andaba tras ella delante de un folio en blanco, unos días antes, en mi casa. Confieso que yo mismo sentí por un momento un cosquilleo; la sensación de estar formando parte de algo formidable, extraordinario, babilónico.

Al día siguiente muy temprano, aunque me apetecía un cojón, me llevaron a tocarle el tema, mi tema quiero decir, a su majestad la reina Isabel. Por motivos de espacio y de tiempo no era posible contar con el despliegue humano del día anterior, así que me limité a cantar mi canción y tocar la armónica entre un verso y el siguiente. La reina y otros señores que había a su lado se emocionaron mucho. A esas alturas ya estaba agotado, pero todavía quisieron exprimirme algo más. No puedo tener quejas (por favor, que nadie me malinterprete) ni del trato ni del montante en libras que estaba recibiendo por todo este trabajo, pero tampoco puedo ocultar el hecho de que me sentía en buena medida como un pelele, de aquí para allá, ora una entrega de premios, ora una función benéfica. El resto de aquella semana fui de programa en programa y de teatro en teatro con mi canción.

Después de las islas británicas me llevaron de gira por casi todos los Estados Unidos, como si fuesen unas primarias. En Massachussets me acuerdo que me quebré, literalmente. Me venció el agotamiento. El mejor recuerdo que me llevo del periplo yanqui (tal vez el único) fue en Colorado, cuando me permitieron construir un arpa gigante con cuerdas de varios kilómetros, fuertemente tensadas a lo largo de una depresión del Gran Cañón, que yo mismo percutía accionando unas enormes grúas (gracias a una virguería mecánica, lo hacía desde un sencillo teclado que manejaba las grúas mediante un complejo sistema hidráulico; cada tecla se correspondía con el movimiento de una grúa) que nos prestaron. Creo que, musicalmente, fue el momento en el que más justicia se le hizo a mi pieza, tal y como yo la había concebido inicialmente (aparte de la actuación en la BBC, que fue la hostia en verso). Aunque tocar sobre la cabeza del ex-presidente Thomas Jefferson en Rushmore tampoco estuvo mal. O el dueto con Tom Jones, joder, ya no me acordaba, eso también fue muy divertido.


La gira se acabó complicando y alargando, porque las dos terceras partes de los Niños Cantores de Viena cogieron una cagalitrosis terrible en Laredo, Texas, y tuvimos que posponer la segunda mitad del tour americano, y es hasta este momento que no he podido actualizar esto. Lo siento, y espero que sepáis disculparme. A ver si cojo otra vez inercia y retomo el ritmo habitual, ahora que he vuelto a Madrid. Se supone que la gira debería llevarnos por todo América Latina, luego de vuelta a Europa y después hacia el Lejano Oriente, donde teníamos ya bastantes fechas, pero les he mandado a todos a tomar por saco. Total, la cancioncita de los cojones es mala con avaricia.

3 comentarios:

  1. Pensé que te habías muerto...Era una hipótesis mucho mejor que toda esta morralla tan idiota...

    ResponderEliminar
  2. Es curioso que lo menciones, querido Ano, porque yo también creí que había muerto y estaba en el cielo, cuando desperté en la Mansión Playboy rodeado de cheesecakes en porretas, después de tocar mi canción ante la cúpula de la Casa Blanca, que se había dado cita allí para un fiestón-toga la noche anterior. Resulta que me emborraché de champán y me quedé dormido, jaja, qué equivocación más tonta.

    ResponderEliminar