Que no es por llevar la contraria ni nada de eso, que en casa también tengo un puñado de DVDs, y CDs, (¡incluso algunos originales!). Pero es que uno de los mayores placeres que puedo experimentar, casi comparable al placer que pueda sentir Ana Rosa yéndose a las Rebajas del Corte Inglés, es pasear por el centro y matar las horas buceando entre centenares de discos, comics y cintas de video, en las tiendas de segunda mano. Seguro que sabéis a lo que me refiero. Yo soy de la facción pobre, así que no suelo volver a casa con más de tres o cuatro artículos, pero normalmente con el afán consumista más que saciado, y a menudo con pequeñas grandes joyas, que tenían un precio ridículo por el simple hecho de que alguien lo adquirió antes que yo y lo usó en mayor o menor medida antes de cambiarlo en esa tienda.
Recientemente he adquirido algunas joyitas en el Rastro, los diferentes rastrillos, las ferias temáticas puntuales o las decenas de tiendas de discos de segunda mano que salpican el casco viejo de la ciudad; y en el caso de las películas (además de en los anteriores), ahora mismo están de liquidación de VHS todos los videoclubes del país (aquí hay un directorio bastante completo de estos establecimientos en toda España), y no son pocas las películas rarillas que he encontrado. En otro momento podíamos comentar nuestras tiendas de segunda mano favoritas (de cómics y 'zines, libros, audio o video), y si pasa alguien interesado por aquí, que nos descubra nuevos lugares. Pero de momento, esto era una simple reflexión sobre la aventura de encontrar lo inencontrable en forma de objeto cultural, y el placer que ello me transmite.
Quienes habitualmente compráis por Internet, sois inconmesurablemente envidiados por el abajo firmante, que ignoro semejante mercado virtual. Y a toda esa gente que en cambio os lo bajáis TODO de Internet, imagino que estaréis desconojados en este momento, y mientras pasáis fugazmente por este blog estáis descargando siete películas sudanesas de superhéroes, la discografía completa de grupos impronunciables, videos fuera de la ley y hasta la novia y la cena, por lo que cuesta un ancho de banda, pero ¿y el intercambio social con clientes/as y dependientes/as? ¿Y la sorpresa, la algarabía que ya describiera R. L. Stevenson, de quien encuentra un tesoro? ¿Y el olor de la tienda y del producto? Rompo mil lanzas por las pequeñas tiendas de segunda mano de barrio, y me río el último, ante la evidencia de que INTERNET NO HUELE. Chincha.
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