Es curioso que, ordenando tiempo después mis estanterías, descubro que tenía ya otras dos ediciones de
“El viejo y el mar”, pero no se me antojó leerlo hasta que me encontré una vez una versión mexicana, destrozada, de papel pulposo, en una chamarilería ignota. Fue mi lectura de una tarde lluviosa y desesperante, y a pesar de que (como me pasa en tantas otras ocasiones con la lectura clásica) no podía dejar de pensar en el amigo Homer Simpson y su aventura involuntaria aquella madrugada en el Lago Siluro (cosas de mi limitada educación audiovisual), de las diferencias idiomáticas y de lo sufrido de la narración, la obra me dejó boquiabierto.
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