Estoy inmerso en la lectura de “22/11/63”, que es un tocho de 900 páginas apretaditas que como te de en la cabeza te espabila. Lo estoy disfrutando muchísimo, lentamente, en paseos de jubilado y repostaje en zonas verdes. En casa, me gusta leer con Radio Clásica de fondo, una horterada incomprensible de puertas afuera, pero que me traslada al lugar exacto en el que me gusta estar: mi sillón de orejas, los pies en alto, aire en la cara, un libro, un cubata y una orquesta ejecutando para mí. A partir de hoy, por fin, he añadido a la propuesta un elemento que echaba de menos en mi vida desde hace 3 años: una pecera. Desde que me independicé, rayando el siglo pasado, instalé una enorme pecera en el salón cuya contemplación y escaso mantenimiento me hacía meridiananmente feliz. Pero un día hice obras en casa y decidí meter una mascota más grande: un gato orondo y nervioso, como la mascota de los Phoenix Suns casi, que era totalmente incompatible con la caja de peces de colores. Por fin, este punto, el de la compatibilidad entre mascotas y mi añoranza por la vida acuífera, lo he resuelto esta semana, cuando he encontrado en la jodida cadena de tiendas Tiger un DVD con imágenes fijas de peceras; fíjate qué cosa tan imbécil pero tan decorativa. Son tres cortes diferentes, de solo cinco minutillos cada uno, con tres coloridas peceras diferentes, lo que trae este DVD (mejor dicho, dos: el corte “Aquarium 3” es una pecerita en LD con cuatro peces payaso de plástico ←WTF??), que yo ya lo había soñado hace muchísimos años y sabía que tenía que existir. Tienen otro modelo con un plano secuencia del fuego de una chimenea, que también me lo he comprado ya aunque lo desembalaré allá por Halloween, calculo. Hace dos semanas que me compré una tele nueva, comunal, de 32 pulgadas, 0,8 metros de ancho de pantalla, con sensorround y toda la pesca, nunca mejor dicho; y ahí están los peces evolucionando en silencio, y el refrescante burbujeo atraviesa la voz, ahora mismo, de un tenor declamando majaderías en eslavo. Tengo un Bitter Kas en una mano y la lápida de Stephen King en la otra, y no me mueve de aquí ni que se plante Anna Faris en la puerta y me quiera llevar con ella.
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