El coche de la familia Morris (Lizzie, la preadolescente protagonista, sus hermanos pequeños Luke y Clay, mamá y papá) se ha perdido en mitad de la nada, buscando un zoológico (rollo “el Safari de Leones con Descuento”), y yendo a parar sin querer a la puerta de un extraña
roadside atraction de la fabulosa América Profunda: Horrorland, un parque temático dedicado enteramente a infundir canguele a los visitantes. Toboganes infinitos, montañas rusas descontroladas, misteriosas habitaciones oscuras llenas de murciélagos, pozos sin fondo, carreras a muerte delante de monstruos o viajes en ataúd a través de unos largos son algunas de sus atracciones.
Los libros de R.L. Stine me pillaron grande. A mis 33 años, es la primera vez que leo un librín de estos, que siempre me atrajeron poderosamente, pero que nunca me dio por mirar. Mi literatura infantil y juvenil se quedó en todo eso de los ochenta y primeros noventa que todos sabemos, en libros y tebeos. Pero hace algunas semanas, en una cacharrería vendían unos cuantos libros de la colección
Pesadillas, a un precio ridículo, al peso, y me los llevé todos. El concepto es extraordinario: aventuras de miedo para adolescentes. R.L. Stine, a día de hoy (le sigo en Twitter desde hace mucho) sigue siendo un modelo, el tipo al que más envidio del mundo. Nada me atrae más en esta vida que juntar una fortuna a base de escribir novelitas de género para adolescentes. Ser un Christopher Pike, un Thomas Brezina o como se llame el astuto creador de Geronimo Stilton, a la española, nada me gustaría más en el mundo. Conste que no es una coartada intelectual para leer las novelas de
Pesadillas: me apetecía de verdad, me atraen poderosamente y me entretienen. También forma parte esta afición anacrónica con aquello de ir de tienda de viejo en tienda de viejo olisqueando papel usado con una lista en la mano, que es algo apasionante, se siente uno como Indiana Jones.
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