Pasé un par de semanas muy oscuras. Muy negativas y terribles. Una noche reciente me sucedió algo terrorífico, con lo que cargaré el resto de mi vida, y que me llevaré a la tumba. Creo que ya estoy bien, llevo doce días cuatro horas trece minutos diecisiete interminables segundos sin probar una sola gota de alcohol y además ha salido el sol, la primavera se nos ha echado encima de golpe como un oso grizzly que acechaba tras un abeto Douglas, y los pajaritos cantan. Precisamente por esos días una persona cercana me dijo que si le prestaba algunos libros. Ambos somos bastante parecidos y quiero casarme con ella y tener hijos guapos y sonrosados, pero ella no quiere de momento, pero todo se andará, porque estamos hechos el uno para el otro y si hace falta comenzaré a acosarla psicóticamente y a enviarla cartas de amor escritas con mi sangre. Como sea, pensé en prepararle un lote de cuatro o cinco libros sencillos de leer, todos con entradas breves o narraciones sueltas, para leer durante la acometida de cada ciclo biológico o poder dejarlo en cualquier punto. Hasta había pensado prestarla un marcapáginas troquelado de una foto de mi pene a tamaño real, pero deseché la idea.
Uno de mis libros favoritos en este sentido, bastante
mainstream, sensiblero, entretenidísimo y que le podría gustar a cualquiera, es
"Creía que mi padre era Dios", una antología de
historias de la vida real de pocos párrafos cada una, narradas en primera persona por varias docenas de personas anónimas de todos los Estados Unidos. Es una edición confeccionada por el dichoso Paul Auster, a la sazón colaborador de un programa literario de la radio pública americana en aquel entonces. Son historias sensacionales casi todas ellas. El concepto era "que cada uno escriba lo más impresionante que le ha pasado en la vida", y eso dio mucho juego. Ojalá Auster hiciese otro libro recopilando las cartas de chiflados, asesinos comeniños y amenazas que también le llegaron en carretillas desde todos los rincones de la América Profunda; a mí ese libro sí que me encantaría leerlo, ese
Reader's Digest del renglón torcido de Amerrika. De todas maneras,
"Creía que mi padre era Dios" es un libro magnífico y poco obvio que estoy seguro de que puedo prestar a cualquier persona.
Como a ambos nos gustan muchísimo los gatos, metí en el lote
"Gato encerrado" de William Burroughs, una recopilación de reflexiones tiernas y apuntes fugaces sobre la relación del yonqui marica con un montón de felinos testigos pacientes de su vida. Contiene algunas frases hermosísimas y es un glosario muy agridulce sobre ser una especie de hombre-gato; y se lee a toda leche, que casi podría formar parte de la Serie Blanca de Barco de Vapor, y esa era la idea.
Por puro proselitismo añadí un libro de cuentos de Michael Chabon,
"Jóvenes hombres lobo", que me maravilla. Este libro no tiene nada que envidiar a las mejores narraciones norteamericanas de Carver, Cheever y hasta Fitzgerald. O al menos a mí me encanta y me fascina y creo que a ésta le pasaría igual.
Y finalmente, escogí
"La vida después de Dios", que es lo más parecido que he leído yo nunca a un libro de autoayuda de los cojones. El canadiense Douglas Coupland pasará a la historia de la literatura universal por su descripción del zeitgeist posmoderno y la vida mundana de los nerds de Silicon Valley (en sus imprescindibles
"Generación X" y
"Microsiervos"), pero también publicó este inencontrable libro pequeñito, también bastante posmo pero increíblemente importante en mi vida. Es una novela con estructura
principitesca (por Saint-Exupéry), que avanza en forma de brevísimos capítulos inaugurados por una ilustración sencillita de su propio puño y que narra un viaje existencial plagado de sentimientos, sensaciones y reflexiones importantísimas, casi un dietario de la vida del joven soltero contemporáneo de esta generación nuestra, la primera educada al margen de la vara de la religión católica. En primera persona, el protagonista trata de sobreponerse a la vuelta a la vida desangelada tras un doloroso divorcio, y partir de cero sin ayuda de drogas, alcohol ni ningún Dios, que no existen o si existen son bastante beligerantes y cabronías. Este apartado, grueso de la historia, es un viaje iniciático y post-existencialista a la altura de la experiencia de Homer Simpson tras su atracón de chili visitando a las deidades metafísicas exploradas por Carlos Castaneda. Una guía de supervivencia absurda y posmoderna que de alguna manera se entroncó en mi alma en mi adolescencia y al que acudo de vez en cuando buscando respuestas. El bloque de narraciones post-mortem, que narra la experiencia de una serie de personajes que fallecieron brutalmente durante una hecatombe nuclear, es una maravilla desazonadora y futurista, y la moraleja del cuento, que desgraciadamente la tiene y me sobraba, yo me la invento.
"La vida después de Dios" es mi Quijote, mi
"Libro rojo de la publicidad", mi Bhagavad-guitá, mi
"El caballero de la armadura oxidada", y Coupland no solo me parece uno de los escritores vivos más importantes e influyentes, sino que también es mi Paulo Coelho.
Tenía también algunos tebeos guays para dejarle a esta chica. Preparé el lote y lo dejé en el estante que tengo al lado de la puerta, junto al vaciabolsillos. Una tarde que teníamos ociosa le dije que si me podía pasar a pedirle perejil cinco segundos, y de paso le prestaba eso que me había pedido para leer bajo la lámpara que le acababa de regalar, junto a la mesa de centro pintada a mano que le regalé hace unos meses (efectivamente, soy un calzonazos de manual); y me contestó que estaba muy liada. Y no nos hemos vuelto a ver ni a escribir desde entonces, ni le he pagado las fantas ni nada, y así no hay manera de que formemos un matrimonio estable y tengamos descendencia de ojos claros. Desde entonces, desde la última vez que releí
"La vida después de Dios" y que Ella me plantó calabazas, sucumbí a la peor noche de mi vida y a esos acontecimientos terroríficos que decía al principio, que no puedo contar a nadie y con los que he tenido pesadillas gordísimas, literalmente, y repletas de carga simbólica. Un tormento todo esto, ya digo. La relectura del de Coupland, esta vez, no me ha servido de autoayuda sino de autocastigo infernal. Y Ésta verás como me llama un día de estos para quedar, que ya me la conozco, y la voy a decir que no bueno que sí.
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