Intro
Paso últimamente por una etapa de lo más caballuna. Ha coincidido la reciente epopeya bizacoril alrededor de la figura de los gorilas (más allá de la reivindicación inicial del traje de gorila como coraza de felicidad y escudo contra la rutina), un animal que al fin y al cabo me es tan próximo al ser humano que me da un poco de repelús, con el crecimiento en mi interior de una pasión por el mundo del caballo que no recordaba haber experimentado desde hace muchísimos años. Llevo unos cuantos días obsesionado. No a la manera de Cicciolina, ni a la de Don Quijote, pero sí dejándome llevar por la curiosidad y con ganas de saber más.
El caballo es un animal fascinante sobre todo porque aúna una belleza, una fuerza y una nobleza incomparables, y porque ha sido compañero del hombre desde tiempo inmemorial (por su facilidad para la doma y para ayudar a la agricultura, y todas esas cosas que se estudian en Sociales). Se han utilizado equinos como medio de transporte, como recreo, en diversos espectáculos, para enfrentarles en hipódromos, en la terrorífica Fiesta Nacional o la caza del zorro, en a rapa das bestas e incluso en peleas clandestinas. Pero al mismo tiempo, la imagen de una caballada salvaje trotando por la sabana nos transmite una sensación de libertad y de transgresión únicas.
Se ha dicho montones de veces, pero voy a repetir una vez más una verdad a medias que me viene al pelo: «La historia de los caballos es paralela a la historia de la Humanidad». Se podría reescribir la prehistoria, la construcción de las pirámides, las batallas épicas de la Edad Antigua y Media, las grandes conquistas de la Vieja Europa o la conquista del Oeste americano, desde el punto de vista de los caballos que, en gran medida, las protagonizaron. Hay caballos también en casi todas las mitologías clásicas. Y en el cine, y en los tebeos, en las portadas de discos, en el porno, en las series de televisión y en casa de los famosos más extraordinariamente pijos. Gracias a un gigantesco caballo de madera se lió la que se lió entre tirios y troyanos; un caballo con un cuerno en la frente ha enloquecido a centenares de soñadores; otros han quitado protagonismo a los más importantes guerreros vikingos o castellanos de la historia, o ensombrecieron la leyenda de sus dueños en grandes gestas literarias.
Los caballitos y yo
De pequeño yo fui un niño bastante normal, y me gustaban los caballos tanto como el pan con chocolate; pero al mismo tiempo, me daban mucho miedo. Cuando uno es como un hobbit y ellos tan altos, con esos espasmos y esos pavorosos relinchos. Como todo hijo de vecino, sentía un placer enorme al mirar a los caballos trotando en el pueblo, de lejos. Sufría al ver tronchadas sus patas delanteras en las películas de vaqueros, me estremecía de gozo al acariciar al pony de la feria que ponían junto a la playa en verano o me pasaba horas asombrado observando las estatuas ecuestres tan abundantes en Castilla León o en mi ciudad.
Pero aparte de algunos paseo en pony (asido el brazo por un gitano rumano alrededor de un torno), de pequeño sólo monté a caballo una vez, porque vengo de una familia sencilla y de pocas florituras. Fue durante una Semana Santa que pasamos la familia Fruno cuidando el chalet de unos amigos en una elitista zona residencial de Cabo Roche, en Cádiz. Como si fuese un episodio de los Simpsons, los Frunos visitamos a nuestros amigos, a quienes les había surgido un trámite y nos dejaron (a mis padres) a cargo de la casa. No sólo eso, sino que las dos hijas, rubias y muy guapas (aunque las recuerdo un poco bordes), que tenían cinco o seis años más que yo, se quedaron también con nosotros. Mis padres hacían de canguro de ellas, y ellas de nosotros. Eran unos viejos amigos de mis padres, vecinos de Madrid de toda la vida hasta que juntaron un dinero y se compraron el chalet en la playa, antes de que yo tuviese uso de razón. La urbanización (a lo mejor alguno la conocéis), además de las pijísimas instalaciones de rigor, tenía una cala privada, con una arena que parecía harina, y con las aguas más claras y menos profundas que he visto en mi vida. Como una postal. En aquella playa sólo nos bañábamos las dos rubias, tres o cuatro surferos y yo. Cogíamos cangrejos y conchas, paseábamos y jugábamos con los perros. Volvíamos a la piscina de casa, plantábamos arbolitos y comíamos en la terraza. Por la tarde íbamos al club de la urba, jugábamos a algo y me tomaba horchatas de tres en tres. Y un día, por fin, mi padre nos llevó al picadero, que estaba como a tres kilómetros. Yo tenía unos 10 años, que no lo he dicho. Monté un caballo blanco, y desde el primer momento se me dio fenomenal. El miedo se me pasó enseguida, y pasé del trote al galope con una facilidad pasmosa; bueno, es cierto, todo lo hacía él, pero yo no tuve nada de miedo. Como decía, ésta es la única vez que monté a caballo, y la última hasta que cumplí los 18. Pero aquella primera vez galopé por la playa, manejando al caballo como si fuese parte de mí, llevándole a acariciar el agua del mar con las patas, a toda velocidad, en un día radiante, junto a unas niñas de cuento, durante una semana impostada de niño rico. Aquello me marcó. Con el tiempo, no he acabado siendo un amante de la equitación, ni el hombre que los susurraba, precisamente, quizá por las circunstancias, pero pasé una larga fase "Lisa Simpson". Y esta ha sido mi particular Fábula Ecuestre. No da para más.
No sé hasta qué punto la historia se puede contar, como decía antes, desde el punto de vista de los caballos que la trotaron, pero me parece en muchos casos que si estos hablaran, contarían una historia bastante más sensata y posiblemente más interesante que la que conocemos. Partiendo de esta idea, empieza aquí una nueva serie en este blog, que durará ni más ni menos que lo que tenga que durar: el caballo como hilo conductor de historias, el caballo como herramienta para descubrir matices, los caballos de ficción y, en definitiva, Fábulas Ecuestres de toda índole. Una serie abierta, mientras me dure la obsesión, que admite propuestas, ideas e incluso colaboraciones (me encantaría). A ver qué sale.
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