miércoles, 18 de abril de 2012

“Mambo Kings” (Óscar Hijuelos, 1989)

Tengo un problema con los libros. Tengo la casa llena de libros. Libros feos, ajados, siempre baratísimos y que a nadie le interesan, libros pendientes de lectura por todas partes. Me encanta poner nuevos estantes y reordenar los libros de vez en cuando, toquetearlos. El estante de los bolsilibros, por ejemplo, parece que lo montó Homer Simpson, y si sumo todas las horas que me he pasado recogiéndolos del suelo en arrobas, calculo que podría haber dedicado ese tiempo a completar los estudios de dirección de orquesta. Si encima tuviese dinero, tendría de verdad muchos, muchos, pero muchos libros, viviría en una casa hecha de libros. Como soy pobre, meto solo unos diez o quince al mes, de los más baratos de entre las tiendas de saldos baratos. Me encanta mirar estanterías de libros, las mías y sobre todo las ajenas. Pero soy un lector mediocre, infiel, inconstante y desagradecido, lo confieso. Tengo muchos libros que sé que nunca leeré, pero que los quiero tener. Algunos, como éste, además, ni siquiera los puedo leer. Pero me hace ilusión tenerlos, me hacen compañía.
Sucede que, como a toda persona con dos dedos de frente, me da un asco enorme la cadena de tiendas IKEA, solo pensar en ella me enfermo. Pero inevitablemente, surge de vez en cuando la ocasión de trasladarse allí con alguien a por algo. En mi casa tengo un espejo retráctil de IKEA como el de Jack Lemmon en “El apartamento”, que me gusta; unos zuecos de IKEA para estar por casa, porque las pantuflas me duran un suspiro y se destripan en la lavadora y estos son todoterreno, los repaso con un estropajo y ya; una triste billy, unos apliques para colgar altavoces que compré hace diez años, y creo que nada más. Habré estado unas ocho veces en aquel infierno post-nucelar de muebles montaplex para débiles mentales, prestando mucha atención a todas y cada una de sus mierdas de ínfima calidad (y a las de mediana calidad y precio astronómico) cuando he necesitado una cama nueva o un armario decente, y ni regalado me llevaría nada de allí, con la extraordinaria tradición y calidad que tienen nuestras cadenas de mobiliario español de extrarradio de toda la vida. Solo concibo que no te entren arcadas al pensar en IKEA si eres imbécil, un hipster a lo Tyler Durden (pobre de tí), o si estás enamoradito y te quieres ir al primer nido con tu popotitos, y entonces lo último en lo que piensas es en si lo que metes en casa es contrachapado de casquería con rebabas o ébano mágico congoleño de un árbol milenario alcanzado y reforzada su alma por mil prodigiosas descargas eléctricas en otras tantas tormentas; total, para poner encima dos clásicos literarios de la colección de papá y un Paulo Coelho...
Lo que sí me pasa en IKEA, paseando por los dioramas de ridículas habitaciones de ensueño escala 1:1, esas repugnantes habitaciones-plató con iluminación Lazarov (que me recuerdan a los escenarios donde le implantaron los recuerdos a Logan, o a aquellas casas-piloto de pega, con los vasos pegados a las mesas y rellenos de agua falsa y sonrientes maniquíes por habitantes que construían en mitad del desierto para las pruebas atómicas a mediados del siglo pasado... pero nada, aquello nunca desaparece bajo un hongo nuclear, cachislamar...), lo que sí me fascina, decía, son los libros de atrezzo de las estanterías. Yo solo me fijo en ellos, el resto no me interesa una mierda. Supongo que pasan desapercibidos para la horda infrahumana que visita aquel horror, pero a mí me sucede al revés: que lo único que llama mi atención de ese puto sitio son los libros de coña, como si brillasen, incandescentes en una oscuridad absoluta. Simulo que me ha llamado la atención un gruttenhaaassaalhe para colocar sobre el durühüuhgundotttr, me acerco al atrezzo con mi medidor de papel de fumar y mi lapicerín de IKEA, y después de asegurarme de que nadie mira, me fijo en los títulos de los libros, en su diseño de portada y contraportada (muy serio y haciéndome el sueco, por si acaso), y si me mola y no lo tengo, lo escondo rapidamente entre el manual de IKEA doblado bajo el sobaco y me encomiendo a Odín. Aunque solo sea para no sentirme idiota y ser el único que vuelve con las manos vacías tras cada nueva visita inútil, bochornosa y que generalmente acaba en llanto, a aquel inframundo. Hay unos libros infantiles, en los dioramas de las casitas para bebés, realmente preciosos, que me gustaría muchísimo poseer; pero no me atrevo aún: no sé robar. Me da mucha vergüenza. Soy un gilipollas, un pusilánime, aunque me tenga por honrado y me enorgullezca, y todo, de no ser capaz ni de pillarle un chicle al chino cuando se da la vuelta, en realidad es cobardía. Si me dan mal el cambio, a mi favor, y no me doy cuenta hasta llegar a casa, tengo pesadillas durante semanas. Me acojono. Tiemblo, sudo, sangro, me meo y me cago ante la sola idea de tener que sustraer algo ajeno. Ni siquiera de adolescente he robado, ni un tebeo. Pero en el IKEA es otra cosa. Lo paso mal, pero ejecuto. Y pasada la línea de cajas y los mareos, luego me siento muy bien, vaya que sí, como si hubiese equilibrado alguna balanza. Ya tengo cuatro ejemplares de los preciosos libros en sueco de chichinabo, de entre los ocho o diez modelos que tienen de atrezzo en los decorados aquellos.
Total, que ya tengo otro. Esta vez, me hice con una copia de “Mambo kings” en sueco, aunque ni siquiera es bonito. Lo robé al día siguiente de aquel chat con C., por el video de Queridoantonio con Antonio Banderas: “¿Tú sabeh lo que sirnifica “demamboquín”?”. Pues eso. Sustraje el trofeo para regalárselo, pero qué chorrada de regalo hubiera sido. Así que lo tengo aquí. Entre otros libros en sueco, en inglés, repetidos o que no me voy a leer ni que viva siete veces seguidas.
Ah, también me gustan las albóndigas de alce lechón congeladas de IKEA que me da mi madre a veces, fritas con curry y cebolla caramelizada, de la marca Gvtarra, creo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario