Como mi primera hostia en bici, la sobremesa que vi caer las Torres por la tele o el gol de Iniesta, creo que nunca olvidaré la tarde que vi "Zoolander". Tirado en el sofá de mi anterior piso, alquilé el DVD sin saber en absoluto de qué iba, y tuve que parar la película varias veces debido al ataque de risa que estaba sufriendo. Más que con "Top secret", más que con "Dos tontos muy tontos", más que con "Austin Powers", más que con Búscate la vida, con Ángel Garó o con Chiquito, yo creo que la vez que más me he reído yo en toda la vida viendo la tele fue con "Zoolander". Mucho más graciosa que el resto de comedias de su generación, esta parodia implacable sobre la cristalina estupidez del moderniqui finisecular, ponía delante de la cámara a esa paradigmática gente guapita de plástico que desfilaba por las calles de Malasaña y nos daba mucha rabia, y les abofeteaba con la mano abierta como no habíamos visto antes. No era solo una befa cómplice y perfecta del mundo-de-la-moda: es que las modernas se morían por ser tan idiotas y descerebrados, Derek y Hansel pensaban que un bulímico puede leer la mente, el ídolo de las pasarelas volvía al pueblo y se meaban de risa de sus pelos y su pinta de sireno («¡Tritón! ¡Es un tritón!»), que los matices entre las caras del vulgar supermodelo eran inapreciables y en fin, que todas las veces que la he visto me seguía partiendo de risa con muchas ganas y bastante maldad, a pesar de sus defectos.
No sé si será porque en este tiempo la figura del mamarracho hedonista y semi-analfabeto hecho a sí mismo se ha impuesto y reivindicado tanto en los medios de comunicación, que a ver quién se atreve ahora a decir en voz alta que Mario Vaquerizo o Álex Gibaja le dan muchísimo asco y les falta una mili, sin exponerse a que sus amigos le retiren el saludo o llamen a la Policía de lo Políticamente Correcto. El arquetipo del tronista iletrado y mermado o el modeli pansexual delantero centro del Betis que toca en un grupo de post-punk al fondo del plató de Qué tiempo tan feliz ha triunfado tanto, pero tanto en la sociedad contemporánea, que probablemente la sana y vengativa burla condescendiente con la que nos reíamos de Derek y Hansel a mandíbula batiente, ha dejado de tener sentido, y da hasta un poco de miedo.
No sé si será por eso, decía, o porque "Zoolander 2" es simplemente tan mala como era humanamente posible, que da mucha vergüenza ajena. El Carlos Boyero que llevo dentro me abrió las carnes, se sentó a mi lado durante el visionado el otro día, y yo me fui a la cama a llorar y patalear hasta el amanecer. Nada tiene sentido. Si el primer "Zoolander" hizo historia con sus teasers en la MTV de entonces, a la nueva le ha pasado más o menos lo que a la propia MTV: apenas queda rastro testimonial de lo que fue, y todo ha quedado reducido a una autoparodia consciente desinflada y pocha para la generación del déficit de atención. En esta predecible y floja especie de remake ambientado en el futuro, se han olvidado del personaje de Zoolander y lo que representaba, y se han limitado a suecar y torrentizar algunas escenas de la original en bucle; esto es un "¿nos hacemos unas pajillas?" demasiado literal, en el que todo se reduce al volúmen de cameos de famosos por metro cuadrado. Nada sorprende, nada hace gracia. Ni Will Ferrell ni Kristen Wiig consiguieron desfruncir mi cara de pasmo. Qué tragedia.