Después de una larga etapa contando cuentos manidos para niñas emo, disfrazando de marica excéntrico a Johnny Depp una y otra vez, armando musicales oscuros y pelmazo y ciscándose en el Planeta de los Simios (esto es lo único que yo no le perdono), Tim Burton ha abandonado de momento esa senda (de la que lo único bueno que salió fue la maravillosa actualización de
"Frankenweenie") y con este cuentecito posmo a mí me parece que ha regresado a sus raíces, al espíritu de Eduardo Manostijeras o Bitelchús, para narrar una historia torcida y llena de colorines, que aunque se sale aparentemente del género fantástico para llevar a escena una fábula de hemeroteca, está todo tan disfrazado, tan caricaturizado y reinventado, que se parece a todo menos al mundo real. Como si nos sumergiéramos en una vieja postal de Coppertone, un anuncio de hypno-coins o una portada de Steranko, volvemos a esa zona residencial de la mente, de casas perfectamente alineadas y amas de casa delineadas, pelos cardados y sostenes de alambre donde todo está minuciosamente decorado y fotografiado por un estridente agnósico, para asistir, en este caso, a la vida de una sufridora artista de niños con ojos grandes que es estafada por su marido que es quien se lleva el mérito y la gloria. En esto último es donde nos ceñimos a la biografía, la historia real de Margaret Keane (claro antecedente de las tendencias pictóricas de comienzos del XXI: el surrealismo pop y esos bebés con ojazos que hacen Mark Ryden o Trevor Brown); todo lo demás es fábula chiripitifláutica, un entretenido cuento chino en el que destacan un sobreactuadísimo e irritante Christoph Waltz de tebeo, y una Amy Adams exorbitante.
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