El cómic, como el cine, es un arte muy joven. Pero que encima se ha desarrollado muchísimo más lentamente. Por el inferior volumen de producción y proyección, por cómo ha tratado la industria a sus creadores (prácticamente sin reconocimiento ni firma hasta entrados los sesenta), y por cómo de pronto, ahora que por fin parece que en las últimas décadas empieza a desarrollarse con mayor libertad creativa y plenitud (pese, o tal vez gracias a –es pronto para juzgarlo– la imposición comercial de la dichosa
novelagráfica), no sabemos si de aquí a unos años se va a ir todo a la mierda y la literatura, gráfica o no, va a dejar de existir. Como sea, es curioso que el medio en gran parte sigue arrastrando los mismos clichés a día de hoy que en los años cincuenta, cuando empieza a surgir tímidamente el
comix underground. Algunos artistas siguen empeñados en tratar de colarnos por enésima vez su personalísimo y chiripitifláutico
“American esplendor”, y a mí me aburre bastante todo esto. Algunos al menos lo hacen con mucha gracia, o tratan de aportar estéticamente algo nuevo con su dibujo; o incluso algunos cuentan historias autobiográficas que son verdaderamente interesantes (desde primera línea de una guerra, o con recuerdos de incontestable interés social). Pero de estos
indies tristes e inocuos que nos fabulan sus aburridas chorradas cotidianas, yo estoy bastante harto. O a lo mejor cuando este tomo cayó en mis manos yo tenía una mala tarde. Pero basta ya. Manos blancas.
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