He encontrado un trabajo en el que todo encaja, por fin, y que si nada falla me va a enderezar los días para casi todo lo que queda de año. Casi había abadonado toda esperanza cuando me ha surgido esto, y ahora mismo estoy muy a gusto. Tengo dos días y medio libres, rotativos, seguidos, que son como unas pequeñas vacaciones en medio de la agradable vorágine del resto de la semana. Ahora mismo estoy en medio de uno de estos bloques, y ando sumido en ese rol de prejubilado que me acomete cuando no tengo obligaciones a corto plazo. Ayer anduve de paseo por el barrio de Chamberí, fui a comer, muy tarde, a un alemán al que iba algunos lunes cuando vivía allí y no tenía nada por casa. Después visité un montón de mis viejas tiendas favoritas, aunque no gasté apenas, me traje a casa unos pocos libros de segunda mano, algo de menaje, comida gourmet, un bronceado avanzado. Me tomé un granizado en una terraza leyendo a Harry Stephen Keeler, pensé en mis cosas, miré las obras. Haber vuelto a encontrar algo de equilibrio laboral me reconforta, me vienen a la cabeza muchos planes para hacer en mi tiempo libre. La primera mitad de este año he tenido varias experiencias laborales espantosas; situaciones a las que nunca me había enfrentado antes, tres certeras hostias que me han llevado al límite del precariado, aunque en otros aspectos he cambiado bastante para bien, y lo he capeado todo con mucha dignidad. Pero sustos en el aspecto laboral no había tenido. Me ha llevado todo esto a echar la vista atrás, y a acordarme de mi niño interior. Efectivamente, suena estúpido, y es realmente estúpido, pero de esta foma afronto el verano: reconciliándome conmigo mismo, recuperando el control, tratando de volver a ser lo que fui. No soy una persona en absoluto espiritual, más bien todo lo contrario; y casualmente, en los últimos meses he tenido varios encuentros con un par de amigas cuyo alter ego cósmico está presente en todo momento de sus vidas, y con las que he mantenido largas conversaciones: la una está convencida de que está en este mundo para arreglar los conflictos que dejaron sus difuntos, y continuamente está hablando de numerología, astrología, reiki, espiritualidad, Hammer, constelaciones familiares y gaitas similares. Con un par de copas de más dan ganas de estrangularla. En cuanto a mi otra amiga, hace unos meses que comenzó a obsesionarse con la Tierra Plana, y a negar todo lo que sabía hasta el momento. Por un lado, mola tener una amiga tierraplanista (tengo que presentarle a mi amigo masón) y charlar sobre todo tipo de conspiraciones, es la risa, me estoy haciedo un experto en el tema... pero también acaba llevándolo todo a cuestiones etéreas y trascendentales, encontrarle al mundo la explicación en el alma y esas mierdas. Yo nunca he tenido el menor interés en el plano astral ni en nada de eso. Pero sí he estado haciendo algunos pequeños ejecicios personales estas últimas semanas. Sin darme ni cuenta, sin contárselo a nadie, he sucumbido a la famosa crisis de la mediana edad y me sorprendí una tarde pensando en lo que pudo haber sido, y en cómo echaba de menos a una persona... sin tener muy claro qué persona era. Tengo claro que echo de menos especialmente a aguien, pero a ella no debo volver a verla; y también me apetece mucho estar con mis pequeños sobrinos todo el tiempo. Con ellos me siento como si fuese un niño otra vez, recupero esa inocencia perdida que hace tantos años sustituí por el odio, la angustia, la ansiedad, el vicio, los complejos y la autodestrucción. Reflexionando torpemente sobre esto, me di cuenta de que yo también tenía una soplapollez tántrica que solventar... que realmente, a quien echaba de menos, era al niño que yo mismo fui, y que se hizo mayor de golpe a los 12 años. Hemos charlado bastante estos días, nos hemos abrazado y disculpado el uno al otro, hemos llorado, hemos enterrado cosas. En serio, he atravesado un breve proceso cumbayá hace poco, creo que así es como empezó el Dalai Lama, puede que desarrolle mi propio puño de Khonshu, es posible que aprenda a levitar ahora, que deje de fumar y me alimente solo de bayas. No, en serio, he vuelto a ser un niño pequeño. Fue antes de (buscar y) encontrar trabajo otra vez, poco antes. He decidido volver a tener 12 años, y darme otra oportunidad de construirlo todo.
También me ayudó a volver a la pre-adolescencia el estar todo el día viendo dibujos animados. Un buen día, hace cosa de un mes, decidí llenar un disco duro externo con docenas de series de dibujos animados, y conectar el disco duro a la tele. La peñita se está pasando a Netflix, HBO, Movistar +, Amazon, la gente en los bares solo habla de series importantísimas, de altísima catadura y poderosa producción, de un nuevo paradigma audiovisual que está revolucionando el mundo, mientras que yo me levanto por la mañana y lo primero que hago es ponerme de fondo unos cuantos capítulos de X-Men Evolution, Plastic Man, Los padrinos mágicos, Ladybug, Bob Esponja o Pig Goat Banana Cricket. No veo otra cosa, casi no hago otra cosa. En la calle, los extraños me preguntan que si estoy al día con Fargo, voy al mercado y las abuelas me atosigan con el último episodio de Twin Peaks, no me dejan salir del trabajo si no comentamos el último de Better call Saul o el final de Silicon Valley... Pero yo solo pienso en ser engullido por el sofá y terminar la tercera temporada de Ultimate Spider-Man, la segunda de C.O.P.S., revisar Cadillacs y dinosaurios o llegar a The brave and the bold en mi visionado de las oocc de Batman TAS. De este mundo, ahora mismo, no me interesa casi nada que no esté dibujado.