
El otro dia a un amigo del alma le regalé una pecera, un acuario bastante grande que tenía en casa tristemente abandonado, con sus piedritas y figuritas resecas al fondo. Tuve que quitarlo cuando entró en casa mi gato, porque se desesperaba por zamparse a sus habitantes. Echaba de menos su calor, su compañía, su fulgor fosforescente al anochecer, la cadencia de su burbujeo y la vida colorista de su interior. Me hizo mucha ilusión saber que mi amigo y su chica querían instalarlo en su casa nueva, e incluso bautizar a su primer habitante en mi honor. Y a ellos les hizo también ilusión, tanta que S. me compró por sorpresa entradas para este concierto que tuvo lugar el pasado martes 4 de octubre en la sala de cámara del Auditorio Nacional, sabedor de mi afición por Frank Zappa.
El Proyecto veinte21 es una orquesta de alrededor de treinta miembros, que abarrotaban el pequeño escenario de instrumentos hasta el punto de que les resultaba dificilísimo moverse. Dirigida por Joan Cerveró, a lo largo de los próximos meses va a ofrecer una serie de conciertos asombrosos, en los que reinterpretarán piezas de algunos de los artistas más vanguardistas e influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Dilatando la espera a lo largo de muchos meses, serán interpretadas por esta orquesta de cámara, con instrumentos clásicos, obras de genios como Miles Davis, Massive Attack, Björk, King Crimson, Bill Evans, Stravinsky, Schoenberg, Bach, Halffter, John Cage, Steve Reich, Stockhausen, Terry Riley... El primero de los recitales tuvo lugar el pasado martes, y consistió en un viaje por las vanguardias de mediados del siglo pasado, que culminó con la interpretación de cuatro obras de diferentes épocas de la trayectoria de Zappa, pasando por algunos de los autores más influyentes y permanentemente citados por el titán de Baltimore.
Abrió la tarde una impresionante versión del Bolero de Ravel, en la conocida versión rock que adaptó Zappa en los ochenta (con arreglos para orquesta clásica del propio Cerveró). Mira que el Bolero es monótono y aparentemente simple, pero al mismo tiempo hermoso. La ejecución fue por supuesto impecable, deliciosa, y en el escenario se iban intercambiando protagonismo los vientos (si no recuerdo mal, había tres trompetas, dos trompas, dos trombones, un oboe, un fagot, un clarinete, una flauta y un flautín), las cuerdas (guitarra española, laúd, tres violines, arpa, violonchelo, contrabajo), el piano (en realidad, además del piano de cola, había una china tocando un extraño instrumento que en el programa venía denominado “piano”, pero que debía ser un clavicordio o dios sabe qué; y delante de ambos había otra señora muy fea percutiendo a toda hostia un raro conjunto de cuerdas aferradas a una especie de mesa de póker, que mi colega, a la sazón profesor de música, me explicó que debía ser un harpsichord, o su equivalente en castellano) y la percusión (había cuatro músicos que intercambiaban un despliegue inconcebible de instrumentos de percusión, entre otras cosas dos xilófonos y un metalófono —imprescindibles en el universo de Zappa—, un juego de cymbales impresionante, gong, platillos, campanas... en fin, una colección inmensa, inabarcable al fondo y en el lado derecho del escenario, que los percusionistas se iban intercambiando).
A continuación hicieron Èclat, una de las composiciones más famosas de Pierre Boulez. A Boulez sólo le conocía precisamente por sus acercamientos a la obra de Zappa, y ni siquiera sabía, o me había planteado, que tuviese obra como compositor. Pero sabía dónde me había metido, y llevaba toda la tarde, días en realidad, temiéndome que llegase el momento del Déserts de Vàrese, y estaba preparado para todo. La pieza de Boulez fue uno de esos absurdos divertimentos snobs y minimalistas que se hacían a partir de los años cincuenta, una colección de chirridos, atonalidad, largos silencios, aporreos desordenados de piano, flauta, piano, tambor, silencio, barritar de oboe, silencio, quejío de piano, silencio, silencio, ruido de campana, cinco minutos de estática por los altavoces, silencio, tres violines sonando como si se rompieran... Y así. Verlo en directo fue realmente interesante, pero se agradeció que sólo durase cinco minutillos. Lo duro, la prueba de fuego, fue cuando en cuarto lugar (después de la pieza de Colomer, que comento a continuación) le llegó el turno al Déserts de Vàrese. Zappa nunca se cansó de glosar las bondades, la genialidad de la obra del músico franco-marciano, y la inmensa influencia que tuvo éste en su música y en todo lo que vino después. Recuerdo que con veinte años, y animado por las palabras de mi ídolo el del bigote, fui al Madrid Rock y me compré un disco de Vàrese, precisamente uno que incluye las obras IoniSation/Déserts, que después de una primera escucha tengo criando polvo, porque aquello no hay por dónde cogerlo, a estas alturas de la película. Soy consciente de la importancia que tuvo esta época de improvisación, la música concreta, el dodecafonismo, el serialismo, la electroacústica, etc. Pero 26 minutos de ejecución de Déserts en directo, sentado en una butaca con mis dos colegas, pese a la proyección (paralelamente a la ejecución, estrenaron un cortometraje artístico, bastante insufrible, de un tal Bill Viola), se hizo realmente largo e incómodo. Seguramente (no estoy muy seguro) ésa era la intención de Vàrese, explorar musicalmente los límites de los sentidos, exponer al oyente a la angustia extrema, al límite de la paciencia, con semejante despliegue de excentricidades, golpeteos, saltos sin trampolín del grave más prolongado y tedioso al flautín histérico más estridente en un mismo compás, seguido de una nota neutra de fagot de un minuto, a continuación un magnetófono escupiendo ruido infernal... Pues así casi media hora. Yo me lo esperaba, pero las caras de la mitad de la platea, acordándose de la familia del director de la orquesta, lo decían todo. Insisto, estoy curtido en este tipo de música, en los albores de la electrónica y los abismos del hiper-modernismo, y creo que estuvo muy bien aquello, pero que tampoco hace falta menearlo. No hace mucho que me encontré con este mismo Déserts en Radio Clásica, mientras leía en casa, y no es tan soporífero, ni nada molesto, a poco que no te impliques. Pero sentado escuchando de verdad aquello, habiendo pagado la entrada y sin escapatoria, uno sentía lástima por las probablemente impresionantes carreras de aquellos virtuosos puestas al servicio del despropósito y la iconoclastia de la vanguardia de hace cincuenta años. Media hora realmente complicada, durante la cual, encima, la arpista, que estaba como un tren, se había ausentado.
Entre la breve paranoia de Boulez y el eterno suplicio de Varèse, la orquesta veinte21 estrenó en rigurosa exclusiva (estreno absoluto, a solicitud del CNDM al autor) una pieza del compositor Juan José Colomer, un tipo bastante joven, con bigote daliniano y en silla de ruedas, que estaba presente en la sala. La pieza se llama Semana Santa en Gomorra, e incluso después del homenaje a Zappa posterior, pasó por ser lo mejor de la tarde. No sé en qué punto del recorrido Ravel-Varèse-Zappa hay que situar a Colomer, a quien obviamente no conocía de nada, ni cuáles son sus reminiscencias, si es que hay que encontrarlas. Pero Semana Santa en Gomorra fue un momento sublime. La orquesta completa de casi treinta músicos, esplendorosa e intercambiándose el protagonismo, describió un momento asombroso y majestuoso, inolvidable, a través de doce minutos de intensidad y solemnidad casi litúrgicas. El escenario se convirtió de pronto, en cabeza de todos, en un Paso de Semana Santa ateo, canalla y diabólico. La pieza es un lamento, un plañir continuo de vientos quejumbrosos y ráfagas de tambores in crescendo, bellísimo, doloroso, trepidante. En un momento dado, dos de los percusionistas se calzadon capuchas rojas en la cabeza, y uno de ellos gritaba salvajadas a través de un megáfono, sin que el cesara el duelo y la saeta infernal, atronadora. Impresionante. Hubo cinco minutos de aplausos al tal Colomer, que debía estar entusiasmado con el estreno, y no es para menos.
Y por fin (insisto, después del tormento vàresiano) llegó el momento esperado, la interpretación de cuatro piezas de Zappa. Por desgracia, y mira que me he escuchado veces y veces la discografía de Frank Zappa, el director había seleccionado temas de “Yellow shark”, el último disco en vida del genio, que en realidad no he escuchado mucho. La suite se abrió con Be bop tango, pero no el maravilloso Be bop tango que hacían a mediados de los setenta (el que cierra “Roxy & elsewhere”, mi disco favorito), un divertidísimo juego virtuoso con George Duke bebopeando y dándolo todo que alargaban y convertían en una fiesta con disfraces, dance contest y audience participation, sino la versión orquestal del propio “Yellow shark” (los discos de Zappa instrumentales o sus pajas con el synclavier los tengo menos escuchado). Correcto y acelerado. El siguiente tema, Outrage at Valdez, lo confieso, ni siquiera me sonaba y no duró más de tres minutos. A continuación vino Welcome to the United States, que es una pieza que Zappa (si no me equivoco) venía desarrolando desde tiempos de “Mystery album”, y que consiste en la recreación de un acto de nacionalización estadounidense de un grupo de inmigrantes, donde se les explican sus derechos, se les pregunta por sus intenciones, y en definitiva se planteaba Zappa el sentido del sistema norteamericano y del patriotismo. Este fue otro de los mejores momentos de la velada. Joan Cerveró había adaptado el tema al castellano, y uno de los percusionistas, con pinta de indignado, se acercó a un micro en primera fila para ejercer de juez, mientras el resto de la orquesta le contestaba con redobles, vientos, cuerdas, gritos, carcajadas, solos de saxo, de piano, de arpa, carracas, fanfarrias y lo que hiciera falta. Un momento sorprendente y brillante, que se saltó todo el protocolo, la disciplina y la flema habitual en la música “clásica”, del que Zappa hubiera estado muy orgulloso. El público reíamos a mandíbula batiente, y el mensaje de Zappa quedó diáfano. No es entendible la intención de Zappa sin momentos ácidos y mensajes como éste. Sin aplausos ni esperas, la velada concluyó con G-spot tornado, otro instrumental extraído del Tiburón Amarillo, pero viejo en su repertorio, y que es uno de mis favoritos, una delicia de armonías de piano, vientos y violines a toda velocidad, que despacharon en cinco minutillos dejando a toda la platea, o al menos a mí, con ganas de saltar a bailar y abrazar a los intérpretes. En resumen, y obviando la colleja postmo de Varèse (necesaria, por otra parte), uno de esos conciertos que recordaré mientras viva.
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